Por Trinidad Navarro.
Ser mamá de mellizos es una de las experiencias más retadoras que me ha tocado en la vida. Un experiencia maravillosa si, pero que me ha llevado por un carrusel de emociones y que, sobre todo, me ha enseñado mucho sobre lo que soy y lo que quiero ser.
Si me preguntan qué ha sido la más difícil de estos 4 años siendo mamá de mellizos, podría decir que enfrentar mis propios paradigmas y esos patrones inculcados de mi crianza, de mi niñez. Ojo, no culpo a mis papás por la forma rígida con la que me criaron, ellos hicieron lo que podían con la información que tenían. Solo que esa forma de criar marca, y es difícil no caer en ese mismo patrón.
Me ha costado no gritar cuando mis bebés hacen un desastre de juguetes en la sala y me ha tocado muchas veces respirar y repetirme hasta el cansancio: son niños, no robots, déjalos jugar en paz.
Me ha tocado defender mi postura frente a los otros que dicen que soy muy «blanda con los niños y hacen lo que les da la gana conmigo».
Me ha tocado repetirme mucha veces que no quiero criarlos a golpes, que una nalgadas no es la solución, que es normal que hagan desastre y griten. Que es normal que alboroten y salten.
Me ha tocado entender que eso de tener un hermano de tu misma edad es la cosa más entretenida del mundo y por eso ellos se la pasan jugando, todo el día a toda hora.
Me ha tocado adaptarme a ellos, a sus ritmos, y no al revés. Me han flexibilizado, y me han obligado a soltar el control de todo.
Recuerdo el día que nos tocó emigrar. Tenía mucho miedo porque viajaría sola con ellos y no sabía si podría manejar la situación, si podría mantener la calma frente a las situaciones difíciles. Temía un ataque de llanto de los dos y no tendría ayuda para calmarlos.
Y fue justo en ese viaje de casi una semana, cuando me enseñaron la lección más importante: hay que confiar en la inteligencia y capacidad de entendimiento de nuestros bebés.
Ellos teníamos dos años en ese entonces, y recuerdo que les hablé durante todo el viaje, explicándoles que estaría sola, que necesitaba de su ayuda, y fue sorprendente cómo esos niños se adaptaron al frío, a un viaje de dos días en autobús, y cientos de cosas más, sin quejarse, sin exigir.
Aún sigo aprendiendo de ellos y me falta mucho paradigma por derribar. Pero tengo clara una cosa: ellos me han enseñado más de lo que jamás me imaginé. Y lo que falta.